DOI: https://doi.org/10.22201/fesc.20072236e.2014.5.8.5
An approach to the history of the education of Mexican women
Mariana Córdoba Navarro
e-mail: marianacordovan@gmail.com
Facultad de Filosofía y Letras – UNAM
Resumen:
La revolución del conocimiento en los últimos tres milenios, ha sido posible gracias a la integración de la mujer en el proceso de enseñanza – aprendizaje – evaluación y asertividad de manera gradual, a través de diversos momentos históricos, y continúa innovando diversas metodologías y propuestas de cambio que contribuyen al desarrollo del intelecto humano. Históricamente, el siglo XIX fue significativo en los procesos de fortalecimiento del desarrollo educativo de las mujeres y este artículo trata de esbozar el curso histórico de la educación de las mujeres mexicanas, a través de las revistas para mujeres.
Palabras clave: Mujer – Educación. Mujer – Historia. Mujer – Revistas.
Abstract:
The knowledge revolution in the last three millennia, has been possible thanks to the integration of women in the teaching process – learning – assessment, and assertive about gradually through various historical moments way, and continue to innovate proposed various methodologies change contribute to the development of the human intellect. Historically, the nineteenth century was significant in processes of strengthening the educational process of women and this article deals a historical sketch of Mexican women through women’s magazines.
Key Words:
Women – Education. Women – History. Women – magazines.
Introducción
La historia de lecturas dirigidas a las mujeres mexicanas se encuentra estrechamente relacionada con su incorporación a la educación, ya que era precisamente en el seno de las escuelas, donde se daban, de forma principal, los acercamientos iniciales a la misma; para llegar a entender los factores que han influido en dicho proceso, es preciso analizar la lenta inserción de la mujer en el ámbito educativo, así como el papel que ha tenido o se le ha conferido socialmente a lo largo del devenir histórico.
El antecedente
Aunque existen pocos datos históricos relativos a la educación de la mujer durante la época prehispánica, puede establecerse que en el calpulli, es decir, en las comunidades de trabajadores, a la mujer le eran encomendadas actividades especiales, las cuales estaban directamente relacionadas con sus capacidades físicas, esto es, le asignaban tareas basadas tanto en su fuerza física, como en su peso y talla. De acuerdo con ello, van determinándose las tareas que le son “propias” conforme a su género y las necesidades de la comunidad; así, la razón por la cual una mujer estaba incluida o relegada de ciertas actividades, era principalmente su condición física; sin embargo, es justamente en el calpulli donde la mujer ocupa un lugar dentro de la asamblea, de la misma forma que los varones, aunque de manera separada e independiente de los hombres (Alvarez, 1992).
La educación de las mujeres, en la comunidad, se recibía básicamente en el hogar, donde era instruida en los deberes domésticos, aunque también, algunas de ellas, podían ingresar a una educación de carácter “formal” en el ichpochcalli; de igual forma que en el caso de los varones, había una gran diferencia en la educación otorgada de acuerdo con la posición social que ocupaban; básicamente las mujeres pertenecientes a la nobleza eran educadas en el calmécac, donde ejercitaban los servicios destinados al culto (Hierro 2002).
La finalidad de la educación de la mujer dentro del calmécac, según López (1985), era lograr que las educandas fuesen mujeres de distinción; recibían la denominación de: “hermana mayor o dama”, donde “hermana” significaba servidora del templo o sacerdotisa, dicho título indicaba la entrada de las mujeres al servicio religioso y, por ende, llevaban una vida de penitencia. El término tlamacazqui, es decir, sacerdote, podía ser aplicado también a las mujeres, pues tanto ellas como los hombres alcanzaban dones de acuerdo con el rigor con el que cumplían los ejercicios religiosos para lograr la perfección espiritual.
Torquemada (1995) relata otra forma de educación femenina: la permanencia voluntaria al servicio de la religión; cualquier mujer que quisiera vivir por algún tiempo en el templo podía hacerlo. Las que se encontraban en retiro eran sometidas a estricta vigilancia, especialmente en torno a la castidad; al ingresar al templo les cortaban el cabello, lo cual las distinguía de las demás; de igual forma, sus actividades las dedicaban al dios protector Tezcatlipoca; cabe hacer mención que las principiantes trabajaban bajo la dirección de las que eran consideradas las “hermanas mayores”.
En el caso de las mujeres la educación era vista como una actividad auxiliar, que permitiría realizar sus labores con eficacia e integrarse cabalmente a “su mundo”, además de servir mejor a su familia, padres o maridos. En la sociedad antigua la preparación para el “amor” era considerada como parte esencial de la educación de la joven, pues todo individuo – hombre o mujer – nacía señalado para la misión específica que aquella le imponía: el hombre para la guerra y la mujer para el matrimonio (Hierro, 2002).
En la época prehispánica existía un arquetipo femenino basado en creencias dominantes, las cuales se encargaban de resaltar virtudes tales como: la dedicación, la compostura, la fidelidad, la entereza de carácter, el valor ante la adversidad y la obediencia, tal y como se muestra en el siguiente fragmento de los Consejos de un padre náhuatl a su hija (1961):
- Que nunca sea vano el corazón de alguien, nadie diga de ti, te señale con el dedo, hable de ti. Si nada sale bien, ¿cómo será tu fracaso? Por eso, ¿no vendremos nosotros a ser vituperados? Y si ya nos recogió el Señor nuestro, ¿acaso por esto no se nos vituperará por atrás, acaso no seremos reprendidos en la región de los muertos? En cuanto a ti, ¿acaso no pondrás en movimiento en tu contra el palo y la piedra? ¿No harás que contra ti se dirijan?
- Pero si atiendes, ¿también entonces podrá venir la reprensión? Tampoco seas ensalzada por otros en exceso, no ensanches tu rostro, no te ensoberbezcas, como si estuvieras en el estrado de las águilas y los tigres, como si estuvieras luciendo tu escudo, como si todo el escudo de Huitzilopochtli estuviera en tus manos. Como si gracias a ti estuviera levantando la cabeza, y a nosotros nos acrecentaras el rostro. Pero si no haces nada, ¿no serás entonces como una pared de piedra, no se hablará de ti, apenas serás ensalzada? Pero sé en estas cosas como lo desea para ti el Señor nuestro…
Como puede observarse, la hija del señor perteneciente a la clase noble, era la depositaria del honor de la familia entera, e incluso se afirmaba que la joven no se pertenecía a sí misma ya que sus actos –buenos y malos- repercutían sobre todos los demás miembros de su familia; es allí donde residía la importancia de sujeción a las normas, pues su vida consistía principalmente en el culto a la divinidad, seguida del cumplimiento de las labores domésticas propias de su sexo (Hierro, 2002). Sin embargo, cualquiera que fuese el nivel social de la mujer, en realidad, las creencias dominantes, los valores inculcados y las tareas que les eran encomendadas variaban poco, el trabajo del hogar consistía en: hilar, tejer y coser; moler el maíz y hacer tortillas; preparar comida y barrer.
No obstante, puede decirse que aunque las mujeres también eran partícipes en la vida pública, ya fuese como sacerdotisas, o bien como cacicas, nunca estuvieron por encima de la autoridad de un hombre, ya que un rasgo característico de las culturas indígenas, de acuerdo a las crónicas de las que se tiene noticia, era que otorgaban a la mujer el papel tradicional de esposa y madre, dependiendo siempre de un hombre para su defensa y su ratificación dentro de la sociedad, ya fuese padre, marido, hermano o hijo.
Según Sahagún (1989), el centro de la educación de la mujer en esta época, lo constituían la devoción religiosa, la castidad, la generosidad, en caso de que poseyera bienes, la obediencia y la valentía. En términos generales, en la época prehispánica, la vida de la mujer transcurría entre el trabajo doméstico, la educación y el cuidado de los hijos, y se dedicaba en general a las actividades vinculadas a las tareas reproductivas. De igual manera, sirvió para crear vínculos de linaje, nexos políticos y alianzas para la guerra y el comercio basados en enlaces matrimoniales; de esta forma, se inculcaba en ellas la idea de que su más importante función en la vida era la maternidad, pues los dioses las habían creado solo para dar a luz a guerreros que engrandecieran el señorío (Rodríguez, 2006). Cabe aclarar, sin embargo, que los datos que se tienen sobre la educación de las mujeres en el México prehispánico son derivados, la mayoría de ellos, de las crónicas de los conquistadores, lo que hace posible un sesgo hacia una visión moral cristiana.
Con base en lo anterior, puede inferirse que si existían contrastes entre la educación de hombres y mujeres en la época prehispánica, estas se perpetuaron con la conquista, debido a que los españoles trajeron consigo una idea de la condición femenina basada fundamentalmente en el cristianismo y desde esta perspectiva, la mujer tenía una condición inferior al hombre, en cuanto a su ser, valía, capacidades e ideales.
Al comienzo de la época colonial en México, con la conquista militar inicia también la llamada conquista espiritual, por medio de la cual se buscó implantar la religión católica; la educación era vista como un medio para llegar a tal fin, de suerte que, según Kobayashi (1974), el catecismo se convirtió en la tarea educativa más importante de los conquistadores y consistía en aprender de memoria las oraciones principales, los mandamientos de Dios y de la Iglesia.
En sus inicios la educación formal institucionalizada estuvo dedicada a un pequeño número de niños del medio urbano y de grupos socialmente respetados (Gonzalbo, 1992); el principal interés estuvo en educar a niños y jóvenes indígenas -pertenecientes a la nobleza- en temas de religión, ya que buscaban que fungieran como enlaces eficaces para difundir la religión católica a lo largo del territorio recién conquistado.
Antes del establecimiento de colegios, los misioneros ordenaron que los niños y niñas acudiesen después de misa, acompañados de hombres y mujeres adultos (Kobayashi, 1974), para ser instruirlos en las nociones religiosas básicas y desarrollar la conciencia de su conversión. Antes de que los evangelizadores pudieran comunicarse mediante sus respectivas lenguas, uno de los primeros métodos de evangelización fueron las imágenes, para lo cual la pintura se convirtió en el auxiliar perfecto, ya que esta tenía muchas ventajas al ilustrar verdades difíciles de explicar, ayudaba a la memoria y suplía las explicaciones incompletas.
Fray Juan de Zumárraga hizo venir de España a varias maestras, beatas y seglares, para la educación de niñas indias hijas de “principales”, y los mismos franciscanos organizaron internados en varios lugares en que la población india era numerosa: México, Tetzcoco, Otumba, Tepepulco, Huejotxingo, Tlaxcala, Cholula y Coyoacán (Lavrin, 1999; Ricard, 1999). Estos internados funcionaron durante aproximadamente 10 años; entre 1530 y 1540 se fundaron y extendieron los colegios, además de que al arribar las maestras procedentes de España fue reunido un número de alumnas indias considerado suficiente. Los colegios para las niñas reafirmaron la necesidad urgente de los evangelizadores, de que la religión fuese aceptada.
Además de la religión, buscaban que aprendieran las labores “propias de las mujeres”, pues consideraban necesario que las educandas, cuya edad oscilaba entre los 7 y los 15 años, fueran cultivadas de acuerdo con las creencias dominantes: castidad, obediencia, mansedumbre y devoción, para lo cual la reclusión era considerada una forma idónea para conseguir dicho fin; sin embargo, debido a que muchos padres no estuvieron de acuerdo con tal medida, la autoridad eclesiástica se valió de diversos métodos para realizar la labor de convencimiento; acudió al rey en demanda de la autorización para que las niñas y jóvenes fueran entregados por la fuerza (Muriel, 1995).
Educar de acuerdo con los preceptos de la iglesia, fue motivo de crear conventos y emplear monjas en la formación religiosa de las niñas, lo cual ayudaría a que se convirtieran en buenas cristianas y sirvieran honestamente para la finalidad última del matrimonio; asimismo, puede entenderse que la formación a través de los colegios obedeció también al hecho de considerar a la mujer como un medio eficaz para permear la religión en la familia. Los principales conventos en los que se impartió educación, durante la primera fase de la conquista (Muriel, 1995; Gunnarsdóttir, 2001), están concentrados en el cuadro 1.
Cuadro 1. Principales conventos de monjas encargados de educar a niñas en el siglo XVI.
Fecha de fundación |
Convento | Orden | Ciudad |
1540 |
Real de la Concepción | Concepcionistas | México |
1568 |
Santa Catalina | Dominicas | Oaxaca |
1570 |
Regina Coelli | Concepcionistas | México |
1570 |
Santa Clara | Franciscanas | México |
1574 |
Nuestra Señora de Balvanera | Concepcionistas | México |
1576 |
La Consolidación | Concepcionistas | México |
1577 |
Santa Catalina | Dominicas | Puebla |
1580 |
Real de Jesús María | Concepcionistas | México |
1586 |
San Jerónimo | Jerónimas y Agustinas | México |
1588 |
Santa María de Gracia | Dominicas | Guadalajara |
1590 |
Santa Catalina | Dominicas | Morelia |
1592 |
San Juan de la Penitencia | Franciscanas | México |
1593 |
La Concepción | Concepcionistas | Puebla |
1593 |
Santa Catalina | Dominicas | México |
1596 |
La Consolación | Concepcionistas | Mérida |
1598 |
San Lorenzo | Jerónimas y Agustinas | México |
Fuente: Elaboración propia
Como puede observarse, durante esta fase la Iglesia tuvo un papel primordial no solo en la determinación de las actividades e instrucción femeninas, sino también en el establecimiento de las creencias que predominarían en la época, ya que a través de dichas actividades fueron sentadas las bases morales, como las costumbres y las prácticas sociales.
Paralelamente al establecimiento de los conventos para educar a las niñas, surgieron otro tipo de “escuelas” dedicadas especialmente a su instrucción: las denominadas “amigas” o “migas”, que era el título informal que se daba a las señoras que educaban niñas y a los establecimientos en que las recibían, a los cuales no se les exigía reglamentación alguna (Vázquez, 1985); generalmente estaban situados en alguna casa y las licencias para su establecimiento eran entregadas únicamente a mujeres que tuvieran la sangre limpia, es decir, que no fueran descendientes de judíos, negros o bien de individuos penitenciados por el Santo Oficio; debían ser hijas legítimas y, sobre todo, que poseer buenas costumbres.
Para obtener un permiso de implementación, los requisitos mínimos eran los siguientes: poseer conocimientos básicos sobre las oraciones y la doctrina cristiana; no se pedía ningún otro tipo de preparación y debido a ello probablemente la mitad de las maestras de las “amigas” sólo enseñaban rudimentos de la doctrina cristiana (Tanck, 1984), sin dar importancia, en este tipo de instrucción, a la lectura ni a otros conocimientos de tipo escolar.
Así, durante ese período, en la educación denominada formal, se daba importancia a la capacidad de leer únicamente porque la lectura ayudaba en el aprendizaje del catecismo y en la formación moral de los cristianos; sin embargo, no toda la población indígena tuvo acceso a ella.
En este contexto podemos afirmar que la instrucción básica consistió en nociones elementales de lectura y doctrina cristiana; la escritura no fue considerada indispensable para el aprovechamiento de la enseñanza religiosa. Las prácticas pedagógicas de la época, tanto en América como en los países europeos, prescribían enseñar primero a leer y solo después de que fuese adquirida dicha capacidad se instruyera en la escritura y posteriormente en la aritmética. Por ello, debido en buena parte a las prioridades sociales y a los métodos educativos empleados de la época, en la Nueva España más personas aprendían a leer que a escribir (Osorio, 1987).
A lo largo del siglo XVI, en la sociedad novohispana leían principalmente libros de espiritualidad, de forma especial los catecismos y sermones; no obstante, existía la prohibición de leer la Biblia, en particular los libros de los Cantares y el Génesis, únicamente se escogían pasajes de esta considerados adecuados para el público al cual estaban dirigidos, es decir, que no fueran peligrosos; accedían a la religión a través de los catecismos, los cuales ofrecían interpretaciones del evangelio.
El catecismo del jesuita Jerónimo Ripalda fue utilizado con carácter universal para todas las regiones, grupos étnicos y centros de enseñanza; uno de los preceptos expuestos en este, que cabe ser mencionado, establecía que a los maridos les correspondía corregir a sus esposas, e incluso golpearlas “moderadamente” si fuese necesario, a lo cual ellas deberían responder siempre con amor y mansedumbre (Gonzalbo, 1996).
Antes de 1545 las jóvenes indias habían abandonado los colegios, lo cual significó un doble fracaso, dado que los indios a quienes estaban destinadas como esposas, rehusaron casarse con ellas debido a que tenían preferencia por mujeres educadas conforme a costumbres prehispánicas; las versiones de los cronistas diferían en mucho de la realidad, estos planteaban que las escuelas dejaron de ser necesarias por el gran éxito obtenido, ya que habían logrado que las mujeres indias asimilaran en corto tiempo la vida cristiana y fungieran como maestras de otras, así como madres de familia que no dejarían de educar cristianamente a sus propias hijas (Gonzalbo, 1992).
Durante el siglo XVII, la educación monástica continuó y se establecieron más conventos, muchos de los cuales eran de contemplación, sin embargo, la mayoría estaban dedicados a la educación de la niñez mexicana. Asimismo, en esta época, la sociedad novohispana hizo suyas las tendencias conservadoras y contrarreformistas que predominaron en la metrópoli y la educación fue el medio idóneo para perpetuar las diferencias y privilegios (Gonzalbo, 1996), al dar preferencia a los niños y niñas de origen español y criollo, es decir, a los estratos más altos de la sociedad; de esta manera, tanto la educación formal como la vida religiosa pasaron a ser “propiedad” exclusiva del grupo dominante, particularmente de los hombres.
La instrucción formal más generalizada para las niñas indígenas fue la enseñanza diaria de la doctrina cristiana (Tanck, 2003); de acuerdo con Lavrin (1999) y Gonzalbo (1987), los colegios para niñas indias estaban prácticamente extinguidos, razón por la cual Felipe III y Felipe IV insistieron en fundar y sostener casas de recogimiento; estas al igual que los beaterios eran instituciones que dieron albergue temporal a mujeres pobres, a jóvenes que se consideraba que estaban en peligro moral y a señoras que estuviesen separadas de sus maridos. El funcionamiento de los recogimientos piadosos era similar al de los beaterios, pero difería de ellos en su objetivo esencial, ya que en los recogimientos se ofrecía apoyo comunitario para una vida digna y no hacían votos de ninguna clase, aunque se tuvieran una formación piadosa eran en general casas de protección a mujeres en problemas (Muriel, 1994; Pérez, 1995).
Estas fundaciones representaban un apoyo para la educación y formación de las mujeres novohispanas que no pertenecían a las clases sociales altas, al tener importancia como centros de enseñanza y haber sido la base para la creación de conventos y colegios.
A lo largo siglo XVIII tuvieron auge las construcciones, tanto religiosas como educativas; en 1732 fue planteada por los comerciantes vascos de la Ciudad de México la primera fundación laica de una institución educativa en la Nueva España, consistente en un colegio para españolas huérfanas o pobres, en el cual las instructoras serían mujeres laicas; dicha institución sería mantenida principalmente con donaciones; por falta de autorización episcopal, fue abierta hasta 1767 con una cédula y una bula papal a su favor. Este establecimiento estaba destinado a la instrucción de un limitado número de alumnas, a las cuales les era impartida la enseñanza básica de lectura, escritura, doctrina cristiana y bordado (Tanck, 1985).
A pesar de que el establecimiento de los colegios para niñas indias no había resultado ser una empresa con éxito, en 1753 es fundado el Colegio de Nuestra Señora del Pilar por María Ignacia Viaflor de Echaver (Lavrin, 1966), el cual pretendía elevar la educación a la altura de los mejores colegios de la Europa de ese tiempo; como es de suponerse, este colegio no era accesible para cualquier persona.
En 1767 es instituido el Colegio la Enseñanza o de las Vizcaínas, el cual estaba dirigido a la educación de las mujeres; fue planeado y creado por la iniciativa privada de las colonias vascongada y navarra residentes en la Ciudad de México; además de ser un colegio de niñas, también fueron admitidas señoras a quienes se les instruía en oficios adecuados a las mujeres; en sus inicios se inauguró con niñas españolas y posteriormente se abrió para niñas mestizas e indias (Tanck, 1984); esta institución ofrecía la educación más completa que podían tener las mujeres en la Nueva España, pues además de las primeras letras, la doctrina cristiana y los oficios, también enseñaban: historia, aritmética, álgebra, geografía y latín.
Para el caso de los conventos de monjas, estos aceptaban como internas a niñas pequeñas; el objetivo era preservar la castidad, lo cual de acuerdo con las creencias dominantes, era garantía de la salvación del alma, así como también que las alumnas tuviesen un matrimonio favorable; es decir, su finalidad no era propiamente contribuir al desarrollo de la mujer, sino que por el contrario se encontraban basados en premisas que contribuían a que esta fuese vista como un objeto, sin darle importancia a las aspiraciones de otra índole que pudiesen tener.
De este modo, entre 1540 y 1767 se establecieron alrededor de 11 instituciones educativas y 15 fundaciones religiosas, principalmente en la capital del virreinato, Guadalajara, Puebla, San Luis Potosí, Querétaro, Oaxaca y Michoacán (Infante, 2009), aunque la mayoría de estos fueron creados para instruir a mujeres de la élite novohispana, muchos lograron albergar a mujeres de clases sociales medias y bajas, como el ejemplo del Colegio de San Miguel de Belem, fundado en 1680 (Tanck, 1984).
La enseñanza de la lectura en los conventos se llevaba a cabo a través de lecturas del Evangelio y de las historias de las vidas de los santos; es importante aclarar que todas las enseñanzas ahí recibidas eran vigiladas cuidadosamente por el confesor de la familia, quien dirigía la vida de las mujeres. También se enseñaban nociones básicas de latín, que se aprendía leyendo el “Oficio Divino”, las sagradas escrituras y las obras teológicas y litúrgicas (Muriel, 1982), las cuales debían estar acordes con las capacidades y condición, que se creía poseían las mujeres.
Una vez que se tuviesen los conocimientos de la lengua latina se iniciaba el estudio de las obras religiosas, las doctrinas místicas, así como los comentarios de escritores católicos. De esta forma, es frecuente encontrar durante el virreinato a teólogas, como por ejemplo María Anna Águeda de San Ignacio (1695–1756), cuyos escritos son considerados como tesoros biográficos de religiosas novohispanas, entre ellos destacan (Lavrin, 2000; Tovar, 1996):
- § La azucena entre espinas representada por la Madre Luisa de Santa Catarina definidora del Convento de dominicas de la ciudad de Valladolid de Michoacán
- § Compendio breve de la vida y virtudes de la Venerable Francisca de San José del tercer orden de Santo Domingo
- § Maravillas del Divino Amor Selladas con el Sello de la Verdad
- El arte comienza donde la naturaleza acaba
- Mar de gracias
- Poesía del intelecto ante el cosmos
- Modos de exercitar los oficios de obediencia
- Catón de las religiosas
- Exercicios de tres que se exercitan en el convento de Santa Rosa de la Puebla de los Ángeles
- Devoción en honra de la Purísima leche con que fue alimentado el Niño Jesús
- De los misterios del Santísimo Rosario
- Medidas del Alma con Cristo
- Leyes del Amor Divino
De forma general, las mujeres intelectuales de la época estaban adscritas a la vida religiosa, ya que era una manera de tener acceso a una mejor y más amplia formación.
Una constante de todos los conventos, los colegios y beaterios de carácter docente es que se impartía una clase de música, por ser considerada un arte acorde con las condiciones y capacidades de la mujer; inclusive algunas instituciones se destacaron por hacer de la música la materia más importante en su enseñanza y convirtiéndose en verdaderos conservatorios de música, tal es el caso del Conservatorio de las Rosas en Morelia.
En estas instituciones no existían planes de estudio obligatorios, de allí que cada escuela impartiese la enseñanza de acuerdo con su capacidad y necesidad, ciñéndose siempre a las ceremonias religiosas o a los intereses educativos de cada institución; la enseñanza de la música comprendía primeramente el canto, seguido del estudio de diversos instrumentos musicales, así como escribir música e inclusive, componerla; generalmente, las piezas musicales ejecutadas correspondían a música religiosa y profana (Muriel, 2004).
A pesar de que se formaron varios colegios exclusivamente dedicados a la educación de las mujeres, las escuelas destinadas a la formación de los hombres superaban por mucho su número y de hecho en las escuelas para varones se daba la oportunidad de cursar estudios superiores, no así para el caso de las mujeres, quienes tuvieron poco acceso a la enseñanza de materias no consideradas “adecuadas” de acuerdo con las creencias dominantes.
En otros lugares la educación femenina empezó a recibir atención, ya que, generalmente, los conventos de monjas en provincia ofrecían enseñanza rudimentaria de lectura, doctrina cristiana y labores domésticas; en algunas ciudades se construyeron edificios especiales para extender a un mayor número la instrucción “más formal” y de “mayor nivel”, como el Colegio de San Diego de Guadalajara (Tanck, 1985); se tiene una idea de la población femenina de los colegios y conventos de esta ciudad, gracias a catorce padrones que se formaron en el año de 1793: monjas 209, colegialas 156 y sirvientas de colegios y conventos 140 (Páez, 1951).
Desde que la mujer abandonaba la escuela, no recibía más instrucción que la que su familia le proporcionaba, muy pocas tuvieron acceso a instructores personales de música, idiomas, dibujo y, en algún caso latín; la mayoría de las enseñanzas las recibían de la madre, con base en su propio ejemplo, sobre el manejo del hogar; algunas aspiraban a profesar como religiosas, o bien, eran enviadas por su familia a educarse en un convento, con el objetivo de instruirse más ampliamente e integrar el grupo selecto de las mujeres que se desempeñaban como secretarias, cronistas o administradoras de su congregación; músicas, maestras de novicias y responsables de la preparación de medicinas (Muriel, 1995).
La primera opción para las mujeres que no tenían acceso a la educación, era el matrimonio, y de acuerdo con Aguirre (2013) la edad para casarse, entre las capas más amplias de la población, se daba alrededor de los catorce años para los hombres y doce para las mujeres, mientras que la edad para ir a la escuela elemental era de 5 a 12 años para los primeros y de 5 a 10 para las segundas.
Un pequeño número de niñas accedía a la educación institucional en los conventos, no obstante, estos lugares tuvieron una fuerte influencia en la ideología de la sociedad novohispana debido a que representaban el ideal de la mejor educación y de la conducta que las demás debían seguir de cerca. Con base en lo anterior, puede afirmarse que las clases económicamente bajas no recibían educación alguna, prevaleciendo así el analfabetismo, a pesar de que en algunos conventos daban instrucción gratuita a niñas de cualquier clase o condición económica, no fue posible lograr vencer las diferencias sociales.
Mujeres criollas y españolas por ser las encargadas de preservar tanto las costumbres como el honor de sus familias recibieron una educación esmerada, la cual no incluía, necesariamente, el conocimiento de la lectura y la escritura, pero que era suficiente para adiestrarlas en las funciones que llevarían a cabo (Gonzalbo, 1990) de acuerdo con su condición femenina, la cual prácticamente era sinónimo de inferioridad; de forma particular, estas mujeres eran adiestradas en relación con su comportamiento ante la sociedad.
La educación y el alfabetismo llegan a las altas esferas, donde las damas de sociedad también aprenden algunas artes, tales como: tocar algún instrumento musical, pintar el óleo, bordar al tambor y participar en determinados “juegos de estrado” en la tertulia; esta forma de educar persistirá más allá de la Independencia (Álvarez, 1992).
En la época existían muchos prejuicios sobre los trabajos que debían tener las mujeres, pues algunos eran considerados como deshonrosos para las clases sociales media y alta; por ejemplo, para el caso de las mujeres españolas y criollas se consideraba digno: impartir clases de música, tener escuela de “amiga” o vender entre una clientela de su misma categoría las labores de costura, bordado, trabajo de flores artificiales y otras manualidades. Sin embargo, siempre que una señora o joven tenía que vivir de su trabajo debía justificar su actividad con una situación de extrema necesidad, de modo que ser maestra o costurera era sinónimo de ser pobre y desamparada de apoyo varonil (Gonzalbo, 1992).
Las principales labores a las que se dedicaban las mujeres pertenecientes a la clase media y media-baja durante el periodo colonial, eran:
- Dueñas de pulquerías
- Propietarias de pequeñas tiendas
- Comerciantes (dedicadas a la venta de frutas, verduras, aves y carnes en la plaza del mercado)
- Maestras
- Costureras
- Planchadoras
Las doncellas o viudas, que constituían una mayoría, tenían que abandonar el aislamiento doméstico (Gonzalbo, 1998; López, 1985) con la finalidad de poder ganarse la vida mediante un trabajo remunerado, debido a la falta de la presencia masculina que pudiese subsanar sus necesidades.
Asimismo, también existía entre las mujeres el oficio de impresoras, que refleja su labor profesional, intelectual y económica; generalmente heredaban la empresa de sus esposos y jugaron un papel decisivo en el desarrollo de la imprenta. Desde 1561, año en que fallece el famoso impresor Juan Pablos (primero en Nueva España), Jerónima Gutiérrez, su viuda, se había convertido en el pilar de aquella imprenta; posteriormente la hija de ambos, María Figueroa, se encargó de dirigir el taller hasta 1597. De igual manera otras viudas, hijas y cuñadas de los propietarios originales habían administrado al menos la mitad de los talleres de tipografía establecidos en la ciudad de Puebla un siglo después.
Algunas de las mujeres tanto en la época novohispana como en el México Independiente que ejercieron ese oficio son: Catalina del Valle, quien en 1611 heredó la imprenta de Pedro Balli, su marido; Paula Benavides, viuda de Bernardo Calderón; María Rivera de Calderón y Benavides (viuda de Miguel de Ribera); María de Benavides (viuda de Juan de Ribera); Gertrudis Escobar y Vera (viuda de Ribero Calderón); Herculana del Villar, fundadora de una importante imprenta hacia 1823; la Viuda de Romero, cuyo taller imprimió en 1825 la Guía de Forasteros (Hernández, 1998).
Respecto a la instrucción de la lectura, cuando no había opción de ingresar a una institución escolar, las madres se encargaban de enseñar a leer a sus hijas y a su vez ellas ayudaban en la instrucción de sus hermanas menores; de igual forma, las madres completaban la educación de sus hijas enseñándoles las “labores de mano”, tales como: bordar, tejer e hilar, economía doméstica y la fe cristiana. Las lecturas que les eran permitidas a las jóvenes consistían en literatura “profana” y religiosa (Muriel, 1982), las cuales contribuían a que fuesen formando y acrecentando su cultura; este grupo de mujeres seguramente había egresado de los primeros colegios y al dedicarse a la enseñanza de sus hijas, cumplían con uno de los objetivos para los cuales fueron educadas: ser buenas madres.
Para el año de 1791 existían 80 “amigas” y probablemente la mitad de ellas fungía como un tipo de guardería en la cual se ofrecían rudimentos del catecismo y, cuando mucho, lectura a un promedio de 25 niñas y a algunos niños pequeños; otras “amigas” se dedicaban a la enseñanza de la lectura y escritura a niñas más grandes (Tanck, 1985).
Los modelos educativos para mujeres que debían perseguirse en la Nueva España, a imagen de la metrópoli fueron descritos en dos famosos tratados de educación: Instrucción de la mujer cristiana de Luis Vives (1492-1540), publicado en 1524 (Vives, 1995), que subraya la creencia de la superioridad de lo malo sobre lo bueno, situación atribuida principalmente a la falta de una buena educación en la mayoría de las mujeres. Exigía una total separación de los sexos desde la más corta edad y aceptaba normas de moralidad doble, en el rubro de infidelidad marital en favor de los varones.
La perfecta casada de Fray Luis de León (1527-1591) publicado en 1583 (León, 1993). Constituye una guía para las mujeres casadas y cómo deben desenvolverse en la casa, en la sociedad y con relación al marido y la familia. Este libro fue considerado durante varios siglos como una sana fuente de opinión y de consejo para esposas jóvenes. Para la mujer casada la perfección consistía en conservarse pura y fiel a su marido, encargándose de los deberes del hogar y procurando ser tan valiosa como una joya para su esposo. Ofrecía consejos de cómo una mujer debía administrar los bienes de su esposo, sobre todo exaltaba que debía amarlo y apoyarlo en las épocas difíciles, educar a sus hijos, hablar poco e ir a la iglesia frecuentemente.
A pesar de que Juan Luis Vives propone mejorar la educación intelectual, cultural y moral de las mujeres, en su discurso apoyaba la subordinación de la mujer respecto a los hombres y su condición social inferior; por lo anterior, ambos tratados presentan un arquetipo femenino muy común en el pensamiento europeo en general y español en particular de la época.
Mientras que otros tenían acceso a la educación institucionalizada, las escuelas para niños y niñas mestizos fueron las calles y los mercados, las fondas y casas de juego, y de vez en cuando, la catequesis, que recorría con sus cantos algunos barrios de la ciudad, las procesiones religiosas, las mascaradas serias y burlescas y algún solemne acto de fe (Gonzalbo, 1992). Las clases sociales podían distinguirse en las actividades de las mujeres indias: ser empleadas domésticas y comerciantes, que dentro de la sociedad eran consideradas denigrantes y no estaban exentas de los abusos de autoridad, además de mal remuneradas. Pese a tal situación, representaban una fuerza laboral importante en las ciudades.
Resulta importante mencionar el significado ambivalente que tenía la mujer india en la época colonial, pues a pesar de ser considerada como un ser inferior -primero por su género y luego por su condición social-, es vista tanto por los conquistadores como por su propio pueblo como la persona apropiada y apta para servir de portadora y reproductora de los conocimientos sobre las costumbres y tendencias religiosa de un pueblo. De forma general, la educación femenina en el Virreinato puede ordenarse en tres etapas, de acuerdo con Hierro (2002), cuadro 2:
Cuadro 2. Etapas de la educación femenina en el Virreinato
Etapa |
Características |
Del catecismo |
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De la cultura media |
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De la educación superior autodidacta |
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Fuente: Elaboración propia
El panorama de la época colonial es el de una sociedad desigual, donde pocas mujeres tuvieron acceso a una educación formal y, por ende, solo un número reducido llegaba a leer y escribir y podía pagar clases particulares. En este periodo la educación de la mujer estuvo siempre sujeta a la custodia de un hombre y a la aprobación social; de igual forma, la educación superior era para ellas un ideal completamente inalcanzable, pues no se consideraba que tuviesen el potencial óptimo para ello, si no que por el contrario, sus actividades debían estar ligadas al hogar, el esposo y los hijos. La educación de las mujeres mexicanas fue un continuo de la época anterior en el siglo XIX, aunque con algunas mejoras.
La educación de las mujeres en el siglo XIX
La necesidad de educar a las mujeres forma parte del concepto paternalista de una sociedad que busca cumplir sus propias metas, pero sin considerar los ideales personales o individuales que podría tener la mujer para mejorarse a sí misma (Carner, 2006). La educación de la mujer encuentra resistencia en todos los grupos sociales, con el argumento de perder la autoridad sobre ellas y el tener que competir por fuentes de trabajo.
En los inicios de la vida independiente, la crisis económica resultante hacía problemático cubrir siquiera las necesidades básicas de comida y techo; en extensas regiones del territorio nacional, no había la posibilidad de tener ciertos “lujos” como escuelas, hospitales y asilos (Staples, 1985); de esta forma, la reestructuración del país fue un proceso lento que requirió una meticulosa planeación y ejecución de planes que permitiesen restablecer el orden social.
En el campo de la lectura, tuvieron que diseñarse nuevas formas de literatura para su consumo, pues comienzan a escribirse y publicarse más novelas y obras de poesía; para entonces los libros de lectura eran escasos, pero abundaban los periódicos con contenidos políticos y culturales, lo cual fortalecía el interés en los asuntos políticos por parte de la población, que incentivó la lectura de un número mayor de periódicos, panfletos y los denominados “catecismos políticos”.
Algunas novelas, poesías y obras costumbristas en el siglo XIX para la mujer fueron:
José J. Fernández de Lizardi: La Quijotita y su prima; Fernando Calderón: Luisa o los votos. Florencio del Castillo: Amor y desgracia, Corona de azucenas y Hermana de los Ángeles; Fernando Calderón: A ninguna de las tres: comedia de costumbres en dos actos; José Sebastián Segura: Sonetos varios de la musa mexicana; Juan Díaz Covarrubias: Páginas del corazón: poesías; Vicente Riva Palacio: Monja, casada, virgen y mártir; Juan A. Mateos: Sor Angélica; Ignacio M. Altamirano: Clemencia, Cuentos de Invierno, Julia, Antonia, Beatriz, Atenea; Antonio Plaza: Álbum del corazón: poesías; Manuel Acuña: La gloria: pequeño poema en dos cantos; Juan E. Berbero: Flores del siglo; Ireneo Paz: Amor y suplicio; José Domingo Cortés: Poetisas americanas; Juan de Dios Peza: La ciencia del hogar: comedia en tres actos y en verso; Guillermo Prieto: Musa callejera: poesías festivas nacionales; Vicente Riva Palacio: Calvario y Tabor: novela histórica y de costumbres; Juan de Dios Peza: Cantos de hogar; José T. de Cuellar: La linterna mágica: colección de novelas de costumbres mexicanas, artículos y poesías; José Rosas Moreno: Hojas de rosa: poesía; José María Roa Bárcena: Diana: poema.
El siglo XIX es considerado el siglo de los folletos, cuya inmediata publicación y consecuente lectura, permitía tratar los asuntos de manera continua; es fundamental mencionar que la liberalización de las leyes de imprenta hizo posible la producción de una gran cantidad de material que servía como comunicación masiva. Como ejemplo basta decir que solamente entre 1820 y 1835 se publicaron más de 3 000 folletos, la mayoría de los cuales trataban temas referentes a las posibles formas de gobierno para la nueva nación, o contenían análisis de problemas económicos, críticas al sistema colonial, o ataques a los gobernantes y a los españoles (Staples, 1996).
En este panorama del siglo XIX, la lectura empieza a tener carácter público para las mujeres, reflejado en la aparición de una forma nueva de literatura: las publicaciones periódicas para mujeres, relativas a ellas o que se preocupaban por atraer al público femenino; estas fuentes cobran singular significación ya que el deficiente y en muchos casos inexistente sistema escolarizado para el considerado “sexo débil” convirtió a periódicos y revistas en un medio informativo y educativo, aunque no al alcance de todas.
Además de acercarlas a la cultura europea, hacía a las mujeres, en ocasiones, conscientes de los problemas locales (Alvarado, 1999). A pesar de que no todas las publicaciones tenían un carácter educativo, cumplían con una función primordial: acercar la lectura a las mujeres; les brindaba un panorama más amplio del mundo que las rodeaba y, aunque un alto porcentaje aún no tenía acceso a ellas, significó un gran avance si se considera que no había existido ningún otro intento por ofrecer algo que sirviera a las mujeres; salvo el misal, las mujeres no tenían opciones de lectura.
Resulta interesante el hecho de que la educación de las mujeres no se considerara exactamente equivalente a su posibilidad de leer y escribir, es decir, estos no eran sus objetivos, sino que, por el contrario estaba encaminada hacia la preocupación por los buenos modales y por los patrones de una conducta “decente” o “virtuosa”, sobre todo en las clases sociales altas; de esta forma, el hecho de saber leer y escribir no era un obstáculo que salvar para pretender ser aceptadas en sociedad (Mendelson, 1985).
De acuerdo con el Padrón de 1842, en el espacio urbano que formaba la Ciudad de México, el número de mujeres superaba 64 mil (Pérez, 2004) y este correspondía a 54.5% del total de la población, pero seguía prevaleciendo la idea de que la finalidad de la educación de la mujer era: educar a sus hijos, ser la compañera idónea de su marido y no aburrirse en tertulias u otras reuniones sociales; aunado a lo anterior, las mujeres vivían en una situación de marginación civil, ya que carecían de derechos civiles y políticos que incentivaran un papel social activo, esto es, desenvolverse libremente dentro de la sociedad de la época; un claro ejemplo es que las mujeres solo trabajaban al quedar desamparadas, sin la tutela de un hombre que las mantuviera, ya que de otra forma esto era inadecuado moral y socialmente.
A través de este siglo, en casi toda Latinoamérica, la educación para las mujeres se limitó a enseñar cómo administrar la casa y solucionar los problemas domésticos: lavar, planchar y la crianza de los hijos e hijas. En las clases altas, sin ser generalizado, fueron impartidas clases de ornato: música, pintura e idiomas (Rodríguez, 2006).
Las creencias dominantes exigían de las mujeres: sofisticación, piedad, recato, diligencia, decencia, pureza, virtud, sensibilidad, sumisión, obediencia y respeto; de este modo, la educación reprodujo estos valores considerados válidos para la mujer, los planes de estudio tenían como finalidad reforzar la identidad de las mujeres como amas de casa, madres y esposas abnegadas.
Mujeres de la clase popular tenían acceso a algunas escuelas públicas, cuyo número dependía de las bondades del erario; siempre se procuraba dotar primero a los jóvenes, pues su instrucción tenía prioridad dentro de la familia como dentro de las miras del gobierno y únicamente cuando las posibilidades económicas lo permitían, se abría un establecimiento destinado a la educación de las niñas (Staples, 1996). Las “amigas” seguían existiendo, aunque en menor medida y ahora tenían prohibido recibir en sus instalaciones a niños pequeños, ya que se buscaba separar completamente la educación masculina y femenina.
En la década de los años veinte, el número de clases particulares para adultos aumentó notablemente en la ciudad de México y en toda la República, por el objetivo de suplir las deficiencias de la enseñanza recibida en su niñez (Staples, 1994); de manera específica, los títulos de partera y de maestra de primeras letras eran accesibles a las mujeres de la época (Staples, 1996; Staples, 2000), partiendo del concepto de que las mujeres, por ser más sensibles, tenían grandes cualidades en estas áreas, dichas labores representaron la única oportunidad que tuvieron para desenvolverse dentro del espacio económico y social de la época.
Así también para 1842, la población con oficio o profesión era apenas mayor a los 48,000 individuos; en el caso de las mujeres, el padrón sólo registra oficio o actividades para el 16% (10,326) (Pérez, 1996), de ello se desprende que en la Ciudad de México del siglo XIX, la mayoría de las mujeres se dedicaba al servicio doméstico, actividad desempeñada fundamentalmente por mujeres solteras y viudas; una amplia mayoría de estas trabajadoras era integrada por mujeres indígenas y otros grupos étnicos; otros sectores con participación femenina son: producción artesanal, comercio y un reducido grupo en las consideradas “profesiones liberales”; en esta última rama destacan: maestra, enfermera, partera, dueña, hacendada, actriz, arrendataria y réditos.
Es importante subrayar el hecho de que para las mujeres de la Ciudad de México que formaban parte de las clases populares, de acuerdo con Pérez (2003), el matrimonio nunca constituyó una garantía de estabilidad económica, aunque el número de mujeres casadas que reportaron alguna actividad en 1842 solo constituye poco más del 14%, esta proporción es indicativa de las condiciones económicas prevalecientes en la época, además de que la pobreza empujó a las mujeres casadas de estos sectores sociales a salir de sus hogares para buscar un ingreso complementario.
Dichas ocupaciones, generalmente, eran consideradas como denigrantes, al ser ejercidas por mujeres de clases bajas, tal situación acentuaba las diferencias sociales entre las mujeres pertenecientes a los distintos estratos. El lugar de las mujeres dependía de las condiciones económicas que alteraban su posición y, en definitiva, determinaban el papel que podrían desempeñar (Rodas, 1965). El primer intento por incluir a la mujer en los estudios “superiores”, es decir, no elementales, se produjo el 3 de abril de 1856, con la creación del primer plantel oficial de educación secundaria para niñas; su plan de estudios estaba dispuesto en bloques de la siguiente forma (López, 2003):
a) Estudio de religión y moral cristiana y “social”, cuya enseñanza debía basarse en las máximas del Evangelio y en los autores más acreditados en tan importantes materias.
b) Gramática castellana, poesía y literatura.
c) Música, dibujo y nociones de pintura.
d) Bordado en todos sus ramos, elaboración de flores artificiales y jardinería.
e) Historia general –antigua y moderna–, historia particular del país y principios generales de historia natural.
f) Geografía física y política, con hincapié en el aprendizaje de los principios fundamentales del sistema republicano democrático.
g) Aritmética y teneduría de libros.
h) Idiomas: francés, inglés e italiano.
i) Medicina y economía domésticas.
j) Educación física.
A pesar de ser un plan de estudios más incluyente respecto a las materias, se hace notable la ausencia del latín, que hasta mediados del siglo seguía siendo la puerta de acceso a la educación superior; sin embargo, es importante distinguir que, además de las actividades consideradas propias de las mujeres como las manualidades y la jardinería, sobresale la incorporación de disciplinas científicas y sociales, razón que hace que este plan de estudios tenga gran importancia para el avance educativo de las mujeres en nuestro país; comienza a verse una perspectiva de educar a la mujer con contenidos, si no iguales a los de los hombres, al menos sí para formar a un tipo de mujer distinto, aunque con sus reservas, pues aún no se le preparaba para el ejercicio de las profesiones de carácter liberal.
En la década de 1860 a 1870, con la fundación de las primeras escuelas normales en el país, aparecen las normales dedicadas exclusivamente para mujeres; es importante resaltar que el magisterio es percibió adecuado para la mujer; no va en contra de los ideales, estereotipos e ideologías que prevalecían en la época, es probable que la aceptación de esta profesión se haya dado por el hecho de que existe gran similitud entre ser madre y ser maestra, pues ambas poseen características análogas como son: sensibilidad, tolerancia, cordialidad y benevolencia.
Anterior a esta época la educación normal para las mujeres constituyó un primer intento de dar a la mujer una mayor y mejor instrucción; por ejemplo, entre las disposiciones emitidas por la Junta Inspectora de Educación para el estado de Michoacán, destaca la del 27 de mayo de 1845, en la cual señala que las mujeres que desearan ingresar a las normales, tenían que presentar un examen en el que además de leer, escribir y contar deberían saber costura y sujetarse a un examen público de ortografía, caligrafía, aritmética razonada, doctrina cristiana e historia sagrada (López, 2003).
De 1876 a 1910 se dieron enormes avances en la educación con la introducción de la pedagogía moderna, la creación y multiplicación de escuelas normales, la creación de carreras técnicas para obreros y el auge de la educación (Bazant, 1993), avances que repercutieron de forma directa en la educación y desarrollo de la mujer mexicana de la época.
Conclusión
La evolución y desarrollo del país, no es concebible sin la significativa participación de las mujeres. Particularmente en el rubro educativo, el siglo XIX, resultó fundamental para el fortalecimiento del proceso educativo de las mujeres y un “dispositivo” científico que coadyuvó a la transferencia de conocimientos, fueron las revistas femeninas.
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