Identidades sociales, estructuras emergentes y representaciones sociales (*)

DOI: https://doi.org/10.22201/fesc.20072236e.2015.6.10.3

Social identities, emergent structures and social representations

 

Gustavo Alvarez Vázquez

Profesor investigador en la UAEM y en el Instituto Superior de Ciencias de la Educación del Estado de México, y profesor en la Facultad de Estudios Superiores Cuautitlán UNAM.

gusalvaz@prodigy.net.mx

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Resumen

En el presente ensayo se introduce una discusión alrededor de la realidad de las identidades sociales y de la pertinencia para su tratamiento por las ciencias sociales. A continuación se plantea una definición de las mismas a partir de comprender su realidad social desde una perspectiva que apuesta a la comprensión de una imbricación de identidades en los actores, al igual que se defiende la postura de interpretar la generación de identidades sociales a partir de la lógica de la emergencia social, complementaria a su realidad también como ingeniería social. Por último, se argumenta respecto a la utilidad que tiene utilizar la Teoría de las Representaciones Sociales como recurso metodológico para comprender las formas en que se estructuran en contextos determinados por posibles conflictos emergentes.

 Palabras clave: identidades sociales, individualidad, emergencia, representaciones sociales, sistema de representaciones sociales.

Abstract

In the present paper a discussion gets about the reality of the social identities and of the relevancy for his treatment for the social sciences. Later a definition of the same ones appears from understanding his social reality from a perspective that he bets on the comprehension of an overlap of identities in the actors, as the position defends itself of interprets the generation of social identities from the logic of the social, complementary emergency to his reality also as social engineering. Finally, it is argued with regard to the usefulness that has to use the Theory of the Social Representations as methodological resource to understand the forms in which they are structured in contexts determined by possible emergent conflicts.

Key words: Social identities, individuality, emergency, social representations, system of social representations

 

1. Introducción

 

Resulta evidente al realizar una revisión en la literatura sociológica occidental el predominio de una concepción de la sociedad soportado en una ontología individualista que en algunos casos llega a ser el basamento de propuestas que comprenden lo social en una dicotomía individuo/sociedad, sin dar lugar a mediaciones identitarias intermedias. Efectivamente una generalización de este tipo puede parecer arbitraria, pero entre un número importante de propuestas de larga data hasta nuestros días así resulta, siendo muy claro y explícito en esto, por mencionar unos pocos ejemplos, el individualismo metodológico, el constructivismo de Berger y Luckmann (1968), las propuestas de Habermas -al menos en su opción por el individuo desarrollada en Problemas de legitimación del capitalismo tardío (1975), de Ulrich Beck (1997), la misma fenomenología sociológica de Schutz (s/f) y, recientemente, Guy Bajoit (2010 y 2010a) y Phillippe Corcuff (2010 y 2010a)[1].

Básicamente todos ellos, y otros más, parten de sostener la preeminencia del individuo en función de una oposición dicotómica individuo/colectividad, en la cual una cuasi fórmula lógica nos indicaría que a mayor presencia de la colectividad mayor sujeción de lo individual, y de ahí se desprende, también “lógicamente”, el paso hacia el totalitarismo colectivista. A esto se agrega una comprensión evolucionista de las sociedades desde la cual se interpreta la aparición histórica del individuo, y su posterior -actual- exacerbación, como la última etapa en la línea evolutiva de la especie humana.

Una de las consecuencias heurísticas que esto ha tenido resulta en la relación problemática que se crea al tratar los temas de la identidad individual y social. En efecto, cuando se reconoce la existencia de la segunda el tratamiento conduce, de manera coherente, a lo que mencionamos arriba: llamar la atención en torno a los riesgos que padecen las identidades individuales en su convivencia con las sociales, siendo el mayor aquel que se presenta cuando las identidades sociales se fortalecen y resulta en su desaparición merced a un proceso de homogeneización que tal fortaleza revela, resultando de ello un llamado a la defensa a ultranza de la individualidad.

Una variante de lo anterior se observa respectivamente en autores como Bajoit (2010) y Corcuff (2010), así como en ciertos autores posmodernos quienes ven en esa actual preeminencia del individualismo en la cotidianidad de los actores sociales prácticamente una prueba de la evolución social que habría conducido de las sociedades comunitarias primitivas a las sociedades modernas individualizadas, incluso llegando a cuestionar la pertinencia de la categoría “sociedad” (Bajoit). En última instancia, si así se quiere ver, esta postura está muy cercana a la de Francis Fukuyama y su “fin de la historia” (1989).

Otra vertiente crítica en torno a las identidades sociales la representan Berger y Luckmann (op. cit), quienes en nota a pie de página (p. 216, n. 40), y sin profundizar en el problema, llaman la atención con respecto al peligro de reificación de las identidades colectivas. Algo que resulta interesante en esta consideración aparece no desde este texto sino de su confrontación con uno de sus antecedentes intelectuales, Alfred Schutz, quien en uno de los ensayos contenidos en su obra Estudios de teoría social (op. Cit.: 210-251)[2], nos describe la estructuración de identidades sociales pero sin hacer referencia a tal categoría, tratando el asunto solamente en términos del “Nosotros” y “los Otros”, de “endogrupo” y “exogrupo”, que es la confrontación dicotómica básica con la que trabajó la antropología del siglo XIX y principios del XX. Es decir, si se nos permite mencionarlo así, encontramos un prurito en Schutz que queda explícito en Berger y Luckmann.

No obstante la negación a reconocer a las identidades sociales como problema legítimo para las ciencias sociales, la generalidad de estos cientistas no duda en reconocer la existencia de identidades nacionales; más aún, no dejan de reconocerse como integrantes de una de ellas. La razón la podemos encontrar, y esto lo planteamos a manera de hipótesis, en las estructuras cognitivas que le han dado sentido a la circunstancia geocultural europea-estadounidense en la segunda modernidad[3], comprendida desde el siglo XIX hasta la fecha, que integra la conformación de la matriz simbólica estructurada por las categorías Estado-nación a partir de una base monocultural étnica que da por sentada la configuración de identidades nacionales; ello, al imbricarse con la estructura de sentido que ha significado la “invención del individuo”[4], ha generado como consecuencia esta situación paradójica que hemos esbozado, la de establecer una relación directa entre la identidad individual y la identidad nacional, negando la existencia de identidades intermedias.

Sin embargo, otra situación paradójica ocurre cuando a consecuencia de haber experimentado momentos muy desagradables con algunos nacionalismos durante el siglo XX, tal como pasó con el nacionalsocialismo, en Europa se ha optado por identificar al nacionalismo con la xenofobia, satanizando de paso al concepto, prefiriendo denominarse a sí mismos como patriotas porque aman a la patria[5], incluso hablando alegremente de identidades posnacionales.

No obstante el asunto no concluye aquí, porque una u otra paradoja ocurren al plantear el conflicto geopolítico principal en la actualidad en términos de religiosidades, a la manera de Huntington (1993), ubicando por un lado a la civilización occidental y por el otro a la civilización islámica, otra dicotomía que demuestra por su sola enunciación la construcción de una estructura cognitiva de sentido relacionada con identidades sociales que la teoría social, en las vertientes que hemos señalado, desaparecen de un plumazo.

Sin embargo, la contradicción en esta apuesta aparece en el momento que se observa la definición cultural del Estado moderno en términos de nación, la cual se asume sin rubor. Efectivamente, la conformación del actual Estado nación moderno se consolida durante el siglo XIX, con la conjunción de la forma Estado en la determinación del orden jurídico-político en un territorio dado, en el que se definen cuestiones referidas a quién gobierna a quiénes, de qué formas, el alcance y resoluciones de los conflictos de intereses (tanto en términos territoriales como también en personales, tales son los casos de las representaciones legales que incumben a las funciones de las representaciones consulares), etc. En términos funcionales la definición identitaria que agrupa a los actores estatales es la de ciudadano misma que, como es ampliamente sabido, adquiere sentido a partir de que se funda en la idea de que la ciudadanía se objetiva en la identidad (en términos algebraicos) individuo-ciudadano, que para efectos jurídicos hace emerger igualmente al individuo, la persona jurídica, como la única figura sujeto de derechos (civiles, políticos, humanos), lo cual conduce a hacer una abstracción de los grupos sociales (comunidades, etnias, tribus, etc.) quienes para plantear la defensa de intereses sociales se ven requeridos a hacerlo en función de una individuación más: la persona jurídica.

Complementario a esto, la categoría nación ha sido la que ha servido de soporte cultural, en términos de construcción de estructuras de sentido, para la consolidación de una “comunidad imaginaria” (Gilberto Gimenez, 1993) cuyo principio configurador de sentido es la vinculación estrecha de la forma Estado, sobre todo a la característica objetivante que posee este -entre otras- en términos geográficos y que es su extensión territorial (incluidas en esta las colonias y las representaciones diplomáticas) que brindan las fronteras físicas y simbólicas desde las cuales los nacionales se ven como comunidad hacia el interior y frente al exterior (esto lo profundizaremos adelante), además que en la pretensión objetivante —políticamente hablando— que adquiere la categoría de ciudadanía, deviene en la ilusión monocultural etnocéntrica que caracteriza al Estado nación en esta época.

Así, bajo la lógica de la nación se ha apostado a la construcción (en términos de ingeniería social) de la matriz de sentido que conocemos como nacionalidad bajo un modelo de homogeneización cultural que supedita, e incluso hace invisibles particularidades étnicas bajo un esquema único no consensuado, sino impuesto por grupos sociales ligados al ejercicio del poder estatal y que, utilizando los dispositivos estatales de construcción cultural (la educación, las instituciones de cultura, los medios de comunicación, por ejemplo), imponen un imaginario que brinda los soportes de sentido para el establecimiento y el ejercicio de la hegemonía cultural y política. En efecto, en nuestro mundo moderno tardo capitalista tales grupos sociales se identifican con sectores burgueses empresariales y también con sectores oligárquicos.

Lo desarrollado en los párrafos anteriores nos permite arribar al punto que nos interesa, el cual muestra que en estas corrientes teóricas que consideran como ilegítimo el problema de las identidades sociales, no se tiene reparo en afirmar la existencia de identidades nacionales, incluso hasta de identidades regionales si nos atenemos a las expresiones “comunidad europea” y “occidente”, lo cual resulta coherente en parte con el supuesto que elimina del mapa la realidad social que alimenta a las identidades “intermedias” entre lo individual y lo nacional asumido como social. Por el contrario, a continuación argumentaremos en torno al problema de las identidades sociales, así como presentaremos una propuesta metodológica que nos permitirá rastrearlas, contando con el apoyo de la teoría de las representaciones sociales.

 

2. La realidad de las identidades sociales

 

En la muy conocida discusión entre los antiguos y los modernos Constant (Cfr. en Godoy, 1995: 55) argumentaba, entre otras casas, que la existencia del comercio en el mercado internacional había sublimado la “naturaleza” competitiva humana al ubicarla en el ámbito de la competencia mercantil, dando por resultado la reducción de los conflictos militares a nivel internacional. Independientemente de lo cierto de esta aseveración, en nuestras generaciones actuales algo así se dice de las justas deportivas de carácter mundial, sobre todo del futbol cada año que se realiza su campeonato. Haciendo a un lado lo ilusorio de esto, lo que sí queda claro es que ambos argumentos por muy alejados que se encuentren en el tiempo, hacen referencia a ese fenómeno que, como mencionamos arriba, comprendemos como “identidad nacional” y que en sus aspectos más básicos nos habla de esa comunidad imaginaria que emerge cuando un grupo de seres humanos se conforma como una comunidad de subjetividades, independientemente de lo consciente de la situación, cuyo trasfondo transubjetivo (Jodelet, 2010) permite que a través de las relaciones intersubjetivas los actores establezcan vínculos de reconocimiento recíprocos en función de lo que los antropólogos ya nos habían demostrado mediante la categoría ethos, que a la vez que configura una estructura de significación en la cual los actores se observan como semejantes, también emergen estructuras de sentido que más allá de las diferencias individuales impelen al reconocimiento nativo en términos de un nosotros, sobre todo al coexistir esta identificación primigenia con otros actores a los cuales no se les comprende como semejantes, pero que en su existencia se hace reparar las cualidades que los semejantes, los “nosotros”, consideran contrapuestas a lo que estos se consideran ser, a partir de lo cual se crea una “ilusión” sobre lo que los no-semejantes son, estableciéndose la básica distinción entre nosotros y “los otros” (ellos), la cual refuerza las estructuras de sentido que hacen emerger de esta comunidad “nosotros” los soportes básicos de la identidad social.

Como puede notarse, en lo anterior, no hemos hecho referencia a individualidades sino a subjetividades, cuestión que nos permite salir del embrollo filosófico-sociológico al que nos somete la categoría de individuo, reconociendo por principio que el fenómeno de las subjetividades nos remite al proceso dialéctico de aprehensión y reinterpretación de estructuras de significatividades y de sentido que experimenta en su cotidianidad el actor-agente que vive en sociedad (aprehensión-interiorización de esas estructuras) pero que, a su vez, experimenta una vida propia, ahora sí individual, desde cuyas características personológicas y experiencias reflexivas biográficas re-interpreta dichas estructuras. En efecto, contrario a lo que postulan las corrientes individualistas, es por este lado por donde podemos afirmar que las identidades sociales-comunitarias no son una superposición de lo colectivo a lo individual, no de hipostaciación ni de supresión de esto por aquello, sino de un proceso permanente de comunicación de estructuras significativas y de sentido entre los actores a nivel intersubjetivo, que además de presentarse mediados espaciotemporalmente, permiten tanto la reproducción de las identidades sociales como sus posibles transformaciones en el tiempo. Claro está, la distinción metodológica braudeliana entre el corto y el largo plazos nos brindan el instrumental teórico para comprobar que las identidades sociales son ámbitos de un dinamismo social a velocidades relativamente lentas (las modificaciones identitarias a nivel macro -nacional, regional, de género, etc.- son ejemplos de ello) que el análisis de coyuntura no permite vislumbrar propiamente. No obstante, en tanto emergencias, la teoría de las representaciones sociales nos brinda la oportunidad de desarrollar una propuesta para captar la realidad de identidades sociales en proceso de conformación para circunstancias históricas (en el espacio-tiempo) dados, al mismo tiempo que llamar la atención sobre los posibles conflictos que esto puede generar.

A partir de lo anterior aparece la pregunta: ¿cómo vamos a entender las identidades sociales? En primer lugar hay que comprender que las identidades sociales son procesos de generación y producción de estructuras de sentido desde las cuales los actores interpretan su realidad social,  en principio, en función del reconocimiento mutuo con los semejantes; en su diferenciación con los diferentes, los otros. Asimismo, en ese reconocimiento con los semejantes emergen orientaciones de comunitariedad en las estructuras de sentido desde las cuales orientan sus acciones en términos de motivaciones, inquietudes, valoraciones, deseos, que conforman el proceso de interpretación de la realidad. Al mismo tiempo, entre las estructuras que conforman el sentido identitario toma mayor relevancia la conformación de una estructura cognitiva referida a todo un sistema de lealtades centrado ya sea en un objeto (persona, lugar, imagen/ícono) o en una idea (nación, género); y, de igual forma, también se configura otra estructura cognitiva que orienta las relaciones empáticas entre quienes conforman esa identidad, vinculadas en una suerte de gradación de sentimiento de responsabilidad, lo cual explica que los actores que forman parte de esta comunidad simbólica se sientan impelidos a actuar de forma más comprometida en casos de desastres naturales ocurridos en lugares donde se encuentran los semejantes.

Conformadas en tanto estructuras de sentido, las identidades sociales también son el ámbito desde el cual los actores se comunican y acuerdan acciones respecto a hechos particulares en circunstancias espacio-temporales específicas. En casos extremos, es en nombre del elemento que focaliza la identidad colectiva que los actores pueden llegar al sacrificio de la propia vida, como en los casos de las guerras nacionales y de las identidades religiosas, y en caso de menos trascendencia pero también importantes, se apela a los actores para que sus actos se desarrollen en función del foco identitario, como ocurre en las estrategias de comunicación que se sigue al interior de las empresas privadas. Con esto queremos decir dos cosas, en primer lugar que las identidades sociales en tanto procesos generadores de estructuras cognitivas desde las cuales se ordena y se da sentido a la realidad, también se conforma el espacio simbólico desde el cual los actores implicados comprenden y hablan de la realidad; es decir, se transforman en los lugares (locus) de enunciación desde donde los actores mientan su realidad compartida, tanto en términos de deseos, motivaciones, temores, etc., hasta en las relaciones de poder, así como definen su situación específica.

En segundo lugar, concomitante con esto, el problema de las identidades sociales debe plantearse en términos múltiples, no en términos de identidad social en singular; este es el error en que han caído quienes afirman el triunfo del individualismo sobre la colectividad en el mundo actual, lo cual los ubica en la falla de plantear el problema en términos esencialistas, esto es, en suponer que la identidad social, recuperando la metáfora de Hobsbawn (citado por García Canclini, 2004), es la piel con la que se reviste el cuerpo. En efecto, las identidades sociales poseen elementos ontológicos desde los que se apela a lo nacional tanto como a lo empresarial, por ejemplo, pero de ello no se desprende que los actores respondan solamente a una identidad social y que lo hagan totalmente de forma inconsciente, cuales máquinas programadas con el software de la identidad. Efectivamente en tanto espacios de comunicación históricamente determinados, las identidades sociales deben ser entendidas en función de los distintos ámbitos de interacción social donde se encuentran los actores en su cotidianidad, mismas que reflejan tanto las formas en como aprehenden la(s) realidad(es) como la ubicación simbólica en la que ellos mismos se reconocen, misma que implica cuestiones relacionadas con estatus, roles, poder, etc.

Consecuencia de lo anterior es que al tratar el tema de las identidades sociales hay que hacerlo, como ya mencionamos, en plural, a partir de los diferentes ámbitos de actuación práctica y ubicación cognitiva de los actores, lo cual nos conduce a comprender, siguiendo la metáfora de Hobsbawn (Op. Cit.), a las identidades como camisas que el actor utiliza según la situación. Ahora bien, esas “camisas” no son objetos que existan por ellas mismas sino que son productos sociales que emergen de las interacciones sociales, así como tampoco son hechas a la medida de cada actor, sino que cada uno de ellos las reinterpreta según sus propias experiencias biográficas.

Metodológicamente esta forma de plantear el problema de las identidades sociales nos conduce a la conclusión de que los actores viven su cotidianidad en un plano multi-identitario. Lo que buscamos explicar es que los actores individuales experimentan una multiplicidad de identidades sociales de forma imbricada y diferenciada existencialmente según las estructuras cognitivas de sentido que configuran los ejes fundamentales de sus identidades individuales y sus orientaciones de identificación colectiva. Así, es desde esas orientaciones fundamentales de sentido que los actores “organizan” (en los casos que puedan) las formas en que se estructuran las imbricaciones identitarias que asumen, consciente, semiconsciente o inconscientemente, dando paso a un proceso altamente dinámico de apelaciones identitarias en virtud del ámbito cotidiano de actuación, y que dependiendo del carácter institucionalizado y ontológico que cada identidad contenga para cada actor, será la trascendencia histórica de la misma para los actores, incluso llegando a desaparecer.

Si realizamos una representación gráfica de lo antes expuesto, obtenemos algo como lo siguiente:

Figura 1. Imbricación de identidades sociales

(ejemplo para dos ámbitos)

Círculos g1

Ámbitos identitarios: pertenencia territorial y pertenencia religiosa

 

En el ejemplo, tal como puede observarse encontramos un sistema de identidades que ulteriormente pueden corresponder a un individuo, mismo que ha organizado en función de circunstancias biográficas que aunque no vienen al caso, es importante tener presentes en función de lo que nos interesa analizar. Así, para comprobar la imbricación de identidades de las que hablamos, hemos optado por relacionar dos ejes identitarios que en el mundo actual conforman muchas de las bases existenciales de las identidades sociales: la nacional, que como expresamos anteriormente se consolida hasta el siglo XIX, y la religiosa, que posee muchos siglos de existencia. En el recorte presentado partimos de lo general a lo particular, mostrando por un lado las identidades territoriales en perspectiva un tanto concéntrica (ser mexicano -a- ser mexiquense -b- ser toluqueño -c-), las cuales se combinan con el otro sistema identitario religioso (ser cristiano -d- ser católico -e- ser congregacionista -f-). En la intersección de todas ellas, representado por “g”[6], se encuentra el actor quien tendrá, en última instancia, la posibilidad de decidir sobre si se mantiene en este entramado o suprime alguno de los elementos.

Si bien hemos llamado la atención respecto al grado de libertad que poseen los actores para decidir sus adscripciones a identidades, también hay que mantener presente que el fenómeno de las identidades sociales, como ocurre con la mayoría de estos fenómenos, son impuestas a los actores en al menos un par de circunstancias; la primera, porque ellos nacen en un mundo-de-la-vida pre-dado, tal como lo plantean Husserl (Colomer, 1990; Herrera Restrepo, 2007) y Schutz, ya institucionalizado (Berger y Luckmann, op. Cit.) por generaciones anteriores, lo cual hace que durante todos los procesos de interiorización subjetiva de la realidad social a los que se someten experimentan el proceso de naturalización de la realidad, conformándose entonces en estructuraciones de universos simbólicos, que en su utilización práctica cotidiana forman parte importante del conocimiento de sentido común.

La siguiente circunstancia sobre la cual queremos llamar la atención, en función de la delimitación de las libertades identitarias, se comprende a partir de cómo ocurre en una parte importante de los ámbitos de interacción de los actores sociales, también este está sometido a relaciones de influencia que incluyen gradaciones en el ejercicio del poder. En tal sentido, es viable comprender el hecho como las transformaciones identitarias tanto en situaciones de nulo ejercicio del poder, como en procesos de pretendida imposición total de una identidad sobre otra. Claro está, también en esto hay que considerar la posición de los actores sobre los que se ejerce el poder, que puede ir desde la colaboración total hasta la oposición y resistencia total, tal como los antropólogos han documentado.

Lo anterior nos conduce a plantear la distinción entre emergencia e ingeniería sociales[7].  Como todo proceso de institucionalización, de la forma como lo explican Berger y Luckmann, las identidades sociales poseen tiempos de vida muy específicos que varían según la naturaleza de la identidad, así como del tipo de interacciones que se den. En efecto, hasta nuestros días, las identidades sociales de más larga data las encontramos en las identidades de género, religiosas y nacionales, mientras que identidades menos trascendentales se encuentran en las identidades al interior de las empresas, siempre y cuando las interacciones cotidianas se vayan dando según orientaciones cognitivas de sentido identitario, y menos por orientaciones de sentido funcionales en tanto se les vea solo como el espacio cultural a donde se acude únicamente para adquirir los medios utilizados para resolver necesidades de subsistencia. Así, en un sentido, por el mero hecho de la convivencia cotidiana entre los actores, las identidades sociales pueden emerger de manera espontánea, pasando las estructuras cognitivas de sentido que las llevan a formar parte del universo simbólico (Berger y Luckmann) que los actores comparten en su mundo-de-la-vida.

Sin embargo, también en otro sentido, las identidades sociales se ven sometidas a los procesos conscientes de ingeniería social, tanto en su generación como en su reproducción y transformaciones, cuando actores que se asumen con cierto poder desarrollan acciones para afectar de alguna manera las identidades de los actores sociales.

 

3. Emergencia y representaciones sociales: el caso de las identidades sociales

 

La razón por la cual nos ha interesado trabajar para el caso de las identidades sociales, en el contexto de la Teoría de las Representaciones Sociales, es que resulta ser un buen instrumento teórico para captar las estructuras cognitivas emergentes que se van gestando como producto de la dinámica de los grupos sociales. Ciertamente, como se podrá apreciar en lo siguiente, esta teoría brinda amplias posibilidades para captar las dinámicas de generación/transformación de estructuras cognitivas de sentido, desde los procesos de interiorización y subjetivación de la realidad social que experimentan los sujetos en la vida social a partir de la infancia y hasta en las diversas etapas de la vida adulta, mediante el rastreo de los esquemas de subjetivación que las sociedades utilizan en sus interacciones intersubjetivas para orientarse al interior de sus universos simbólicos, con el objetivo de impulsar los procesos de comunicación que se corresponden eficientemente con el ámbito de interacción en el que se encuentran los actores.

Efectivamente los universos simbólicos, considerando la categoría de Berger y Luckmann (op. cit), se integran por las estructuras de significación y de sentido que comparten todos los actores miembros de una sociedad, aunque sea a diferentes gradaciones y que están presentes, igualmente, a diferentes niveles de conciencia (o preconciencia) en todas las actividades que los actores realizan en dicha sociedad. En los universos simbólicos las estructuras de significatividad y de sentido son dinámicas, así como diferenciadas por sus capacidades de pervivencia; esto es, todas se van transformando a lo largo del tiempo, pero dependen del carácter fundamental para las estructuras de sentido que alimentan a una sociedad, esto es a sus sujetos, el que algunas sean permanentemente mudables en el corto plazo[8] o, por el contrario, sean trascendentales a las generaciones con cambios minúsculos perceptibles solamente en el largo plazo. Como ejemplo de esto, la distinción de género en nuestras sociedades patriarcales parece ser una de las más importantes y lentamente transformables (cfr. Castells, 2001, y Bourdieu, 1998).

Recuperando lo arriba presentado, la Teoría de las Representaciones Sociales nos permite hacer un seguimiento de las transformaciones en los universos simbólicos merced a sus posibilidades comparativas diacrónicas, más aún porque, como ha sido una preocupación para el construccionismo social desde sus orígenes fenomenológicos, la principal preocupación epistemológica ha sido “darle la voz al actor”, “escucharlo” directamente dado que es él mismo quien puede dar cuenta de mejor manera de la realidad social que vive pues es él quien la interpreta en primera instancia para actuar en ella. Efectivamente, es él quien conoce los códigos y las estructuras de significatividad y de sentido que le son útiles para comunicarse cotidianamente con otros actores en los diferentes ámbitos de la realidad social que habita[9], y que le permitan desarrollar con expectativas de éxito los procesos comunicativos que cada cual requiere. En efecto, los actores saben muy bien cuáles estructuras de significatividad y de sentido utilizar cuando se reúnen como espectadores de un partido de futbol, al igual que cuando se encuentran conviviendo en un antro o en una conferencia sobre física cuántica. Así, lo que nos permite la Teoría de las Representaciones Sociales es ir reconstruyendo a través de sistemas de representaciones tales estructuras en situaciones espaciotemporales específicas, ciertamente de manera fotográfica, un tanto estática, pero con la apertura a la confrontación en momentos sucesivos de los sistemas representacionales que emergen de los mismos grupos sociales.

 

4. Cuestiones básicas para entender la Teoría de las Representaciones Sociales

 

La materia prima con la que trabaja la Teoría de las Representaciones Sociales es el sentido común. Para el caso, el sentido común se entiende (Jodelet, 1991) como un tipo de conocimiento de carácter pre-teórico, del cual los actores echan mano de forma pragmática para interpretar la realidad social en la que se actúa, y en correspondencia con ello actuar en algún sentido determinado.

Una de las características del conocimiento de sentido común es que se ubica en relación dialéctica con lo que Schutz y Luckmann (2001) y Berger y Luckmann (op. Cit.) llaman la actitud natural, que se entiende como la actitud cognitiva que toman los actores miembros de una sociedad en función de dar por sentadas como “verdades evidentes” las explicaciones y representaciones que desde las propias relaciones intersubjetivas de los actores emergen para dar cuenta de la realidad social. Asimismo, en tanto conocimiento de corte pragmático, carácter que le otorga ser utilizado por los actores en sus actividades rutinarias, pero que requieren de actuaciones más o menos inmediatas en el ámbito de la vida cotidiana; su cualidad pre-teórica viene dada por no ser puesto en cuestión por los actores, con lo cual se alimenta a la misma actitud natural, salvo en circunstancias especiales, tan novedosas,  que enfrenten a los actores ante la falta inmediata de referentes cognitivos que les permitan interpretar dicha novedad. Ahora bien, esto que vamos llamando conocimiento de sentido común es el nombre que le venimos otorgando a todo un conjunto de estructuras cognitivas que sirven de modelos interpretativos de la realidad; y como parte de ese conjunto de estructuras consideramos a las representaciones sociales (Jodelet, ibid).

Las representaciones sociales, entonces, son sistemas cognitivos que estructuran de diversas formas, a la vez que proveen de sentido, a la vinculación entre saberes que los actores poseen sobre la realidad social. En tanto sistema, la manera en que se vinculan dichos saberes se orienta por procesos de estructuración que jerarquizan y ordenan sus formas de interactuar. Asimismo, tal proceso estructurante es orientado por estructuras de significatividad y de sentido que los actores han aprehendido socialmente en tanto viven en sociedad, así como matizan dichas aprehensiones en virtud de sus particulares experiencias biográficas. En efecto, si las representaciones siempre son “representación de algo” (Jodelet, 1986), la naturaleza de dicha representación depende de lo significativo que sea para los actores, así como del sentido que ellos mismo le otorgan a ese algo para merecer ser representado. Ese algo representado puede ser objeto (una piedra), ideas (la paz), procesos (las elecciones democráticas), roles (el padre), posiciones sociales (el pobre), etc.

Al analizar las representaciones sociales según lo ya mencionado, nos salta a la vista una de las funciones que ellas poseen y que es la función descriptiva. Gracias a esta, los actores no tienen que pasar por todo un proceso de definir cada categoría utilizada en sus procesos comunicativos, pues al ser productos sociales, ellos mismos dan por descontado la posibilidad de no comprensión entre los mismos al asumir que al referirse a la categoría “padre”, por ejemplo, se tiene claro a qué rol social se refieren.

Asimismo las representaciones sociales además de ser representación de algo también lo son “para alguien”, esto es, las representaciones representan algo porque para alguien resulta significativo de alguna forma lo representado y de tal significatividad se desprende el sentido que para ese alguien adquiere la representación, lo cual no es poco porque no solamente le da acceso a la comprensión de una situación sino también una toma de posición respecto a ella, que resulta fundamental para darle un sentido a la acción. En consecuencia, de lo que hablamos es de otra función de las representaciones sociales que es la función prescriptiva.

De estas funciones básicas de las representaciones sociales se derivan otras más, según vemos a continuación:

  1. Categorización e identificación: a partir de esto nos permite establecer campos semánticos desde los cuales se les da sentido.
  2. Funciones de saber[10]: entender y explicar la realidad.
  3. Funciones identitarias: definir la identidad y salvaguarda de la especificidad de los grupos.
  4. Funciones de orientación: conducir los comportamientos y las prácticas a partir de definir situaciones.
  5. Funciones justificadoras: justifican a posteriori las posturas y comportamientos.

Como parte de esta definición que estamos ensayando sobre las representaciones sociales, falta decir que si las representaciones son representación de algo para alguien, lo son en un contexto. Efectivamente, una representación si bien posee la virtud de “sustituir” simbólicamente un “algo”, tal sustitución deviene tal en su significatividad solamente a partir de un contexto de significatividad, en cuyo origen se encuentra la experiencia biográfica del actor, su subjetividad, y los problemas que tenga que resolver al momento que echa mano a la representación. Esto tiene una consecuencia importante, considerando que en la realidad social la relación entre representación y algo representado no se da unívocamente, de una a uno, sino que, por el contrario, a algo socialmente representado se le imputa todo un repertorio de representaciones. Por ejemplo, está el caso de la muerte:

 

 

Algo representado

Repertorio[11] de representaciones

MUERTE

Paso hacia una nueva vida en otra dimensión (el cielo): cristianismo

Paso hacia una nueva vida encarnada en la tierra según merecimientos: reencarnación hindú

Paso a una nueva forma de vida en la tierra según forma de muerte: reencarnación azteca

 

Así, escoger alguna de las opciones de ese repertorio de representaciones sociales depende, como ya mencionamos, de la experiencia biográfica de la persona en su contexto histórico, un espacio-tiempo determinado, de donde se extraen la significatividad y el sentido que para el actor social tiene la representación[12].

Una característica importante que resaltan los especialistas en el estudio de las representaciones sociales es la cualidad social que poseen de hacer familiar lo novedoso y, de la misma forma, volver a las situaciones que se presentan inesperadamente, inteligibles y manejables por el actor. Esto viene del hecho de que los seres humanos nunca podrán tener un conocimiento total de la realidad entera, pues ella se conforma por hechos que emergen permanentemente, requiriendo para su manipulación inteligible por los actores sociales de la generación de estructuras de significatividad que les den el carácter de realidad social. Para ello, se ha mostrado que son dos procesos importantes los que participan en esto: el proceso de objetivación y el proceso de anclaje (Moscovici, 1984; Jodelet, 1986 y 1991; Araya Umaña, 2002).

Al proceso de objetivación se le entiende como esta ruta que en el ámbito cognitivo lleva a que una idea, un objeto, un concepto, un proceso, etc., tomen realidad material. Partiendo de que el so

lo proceso de abstracción no resulta suficiente para la comunicación intersubjetiva, las representaciones sociales requieren tomar realidad material para hacerse significativas transubjetivamente[13] y funcionar como bases mínimas de conocimiento compartido entre los actores para lograr la comunicación. Así, en una relación amorosa se exigen actitudes que materialicen el enamoramiento que los involucrados afirman compartir; de igual manera, en ciertas religiones se apela a un ente divino para explicar la existencia del universo; en la ciencia social se requiere documentar y observar directamente ejemplos de lo que en teoría se define como movimientos sociales, y con la física se requieren construir modelos (en la actualidad utilizando los ordenadores) para comprender el movimiento cuántico de las partículas.

En otro sentido, como proceso de anclaje se identifica a la ruta cognitiva que, propiamente, conduce a que la novedad devenga familiar. Esto parte de reconocer que, quizá salvo los recién nacidos, todos los seres humanos hacemos uso del bagaje de conocimientos que durante nuestra experiencia biográfica vamos adquiriendo para hacer inteligible y darle sentido a todo lo nuevo que enfrentamos. Es famosa la expresión “poner vino nuevo en odres viejas” (Gilberto Giménez, 2010) como metáfora de lo que ocurre durante el anclaje. En efecto, este proceso se manifiesta en el momento en que se presenta alguna situación novedosa, misma que por ella misma no tiene significatividad para el actor, y por lo mismo no requiere de interpretación alguna, sino porque enfrentan, en gradaciones diferentes, al actor a resolver alguna circunstancia cotidiana que contextualiza la novedad, para lo cual este realiza una búsqueda en su acervo de conocimiento y experiencias que le permita echar mano de algo similar a lo que enfrenta en la novedad, y ahora sí, interpretar significativamente la circunstancia otorgándole un sentido específico.

Este proceso de anclaje es un paso primordial para entender desde dónde los actores interpretan lo nuevo, pues ello se realiza en un marco contextual que implica la naturaleza cognitiva de la situación presentada, sea que se requiera interpretar desde un marco normativo, explicativo o meramente descriptivo.

Para concluir con este apartado, una cuestión metodológica que dejan claro tanto Moscovici (op. cit) como Jodelet (1986) es que al estudiar representaciones sociales se hace tratándolas en tanto sistemas de representaciones en los cuales la representación que se busca se ubica como el marco analítico desde el cual se van a comprender las ubicaciones y formas de interactuar que las representaciones sociales que conforman tal sistema representacional desarrollan. Por lo tanto, lo que se encuentra no es la definición de un elemento sino la comprensión de un esquema de interpretación que es propiamente el sistema de representaciones.

 

5. La identidad social como sistema de representaciones sociales

 

Tal como hemos afirmado al principio de este capítulo, nosotros partimos de la realidad concreta de las identidades sociales, mismas que al conformarse en la transubjetividad se objetiva en un sistema de representaciones sociales que se basa en la emergencia de un “nosotros” a la par de la diferenciación frente a “los otros”. Consecuencia de esto resulta que, siguiendo la lógica fenomenológica, para poder comprender e interpretar la emergencia de identidades sociales se hace necesario centrarse en la forma en cómo desde los mismos actores en interacción emergen ellas, a partir de dejar que nos hablen ellos mismos de la forma en cómo interpretan su ubicación espacio-temporal en términos transubjetivos y empáticos con sus semejantes, al mismo tiempo de sus interpretaciones y de sus imputaciones de sentido respecto a los que conciben como los otros. Por tal motivo, la necesidad metodológica de estudiar esto focalizando a quienes conforman una identidad social análogamente a un ego colectivo. En consecuencia, para el abordaje planteado proponemos el siguiente esquema básico para comprender la emergencia de identidades sociales:

ego

 

Por donde debemos empezar para explicitar el esquema presentado es señalando que las identidades sociales emergen a raíz de la interacción corriente, mediata o inmediata, entre la conciencia de ego[14] y su alter, obviamente en un contexto compartido, lo cual presenta ambas subjetividades en términos de semejantes contemporáneos (Schutz), en cuyas definiciones del nosotros y de los otros juega un papel primordial el lugar de enunciación de ego colectivo. En esta circunstancia contextual este va “construyendo” (remitimos a nuestra discusión en torno a la ingeniería y a la emergencia sociales para matizar la metáfora de la “construcción” en Alvarez Vázquez, 2011) a partir de una constitución propia de un sistema de significatividades conformado a partir de la organización de las representaciones sociales que dan sentido al “nosotros”, al mismo tiempo que constituye en ese mismo sistema de significatividades la organización de representaciones sociales en función de una imputación de identidad para los otros. Esto ocurre en un proceso dialéctico[15] en el cual desde el lugar de enunciación de ego se imputa la identidad a alter a la vez que tal imputación refuerza la constitución de la identidad asumida por ego (en el esquema esto se presenta en el punto central).

Tal como aparece en la parte izquierda del esquema, a ego le estamos otorgando la cualidad de sujeto activo en esta relación, lo cual nos permite entender esta constitución de identidades (la propia y la imputada) en primer término como un proceso unívoco y reflexivo, mismo que puede ser influenciado por la interacción con el otro y conducir a que la reflexividad implique a ambos actores, pero en un primer momento se desenvuelve en el ámbito propio de ego. En este sentido la reflexividad no la sostenemos en función de una construcción plenamente consciente del actor en tanto devenir sujeto, por el contrario, así como el proceso de emergencia de identidades (cuando no hay un proceso claro de ingeniería social) ocurre sin que los actores vayan articulando convincentemente los elementos que la integran (lo cual corresponde realizar al investigador), la misma reflexividad no la vemos como un proceso del cual el actor se valga para articular la identidad. En consecuencia, lo que sí ocurre es que mediante la reflexividad el actor deviene en sujeto que ya sea de manera explícita (hecha conciencia) o implícita (semiconscientemente) se ve a sí mismo poseedor de cualidades y atributos que responden a la pregunta ¿quién soy?; actor capaz de acción motivada[16] en términos proyectuales (motivos para qué) y explicativos (motivos por qué), así como actor deseante (¿qué quiero?). Todo esto articulado en referencia al otro, alter.

Algo similar a lo anterior ocurre en función de la identidad imputada a alter, a quien se le define como un ser con cualidades y atributos a partir de responderse la pregunta ¿quién es?; junto a esto, se le mira como un actor cuya acción está motivada proyectualmente (la pregunta que se responde es ¿para qué lo hace?) y explicativamente (¿por qué lo hizo?), así como actor deseante (¿qué quiere?). Lo que articula ambas situaciones es que la perspectiva de ego se ubica a sí misma en el centro de existencia de esta relación. Así, ego imputa a alter cualidades y atributos que aquel podrá o no tener a partir del conocimiento que de alter ego posee (mediata o inmediatamente) en función también de las propias matrices de sentido que se ha adquirido mediante un aprendizaje vital, pero en esa imputación de cualidades y atributos también se establece una autorreferenciación pues el esquema básico e inmediato de comparación para imputar cualidades al otro es el que se aplica existencialmente ego mismo, de manera que si este le imputa a alter las cualidades que sintetizan la representación social “mala persona”, muy probablemente él mismo se defina con la representación social de una “buena persona”. Lo mismo ocurre con las otras dos dimensiones.

Otro aspecto importante en la emergencia de identidades sociales, y que ha merecido la mayor atención en la antropología y la ciencia social, es la pertenencia, el sentimiento de arraigo que permite al sujeto dar sentido a su existencia a partir del vínculo ontológico que establece con un lugar en específico, sea que ahí haya nacido o haya adoptado, e incluso si ahí ha habitado o no[17]. En virtud de ese vínculo, el actor social estructura una representación social que adquiere características míticas del lugar, superlativizando sus bondades y minimizando los aspectos poco favorables del mismo. Asimismo, en tal proceso de mitificación se establece un vínculo esencialista entre los habitantes y el lugar, haciéndose comprensibles para sí mismos sus estructuras cognitivas y sus prácticas sociales como determinadas naturalmente por ese origen, que además se asume y se reivindica[18], así como se trae consigo[19].

Si tal como hemos mencionado la emergencia de identidades sociales es un proceso dialéctico en el cual la definición de la identidad propia surge también en función de la imputación de la identidad del otro, también esto ocurre con la generación de la representación social del lugar de origen del otro, sea que alter inmigre o que fuera originario del lugar a donde se llega, a quien se imputan cualidades y aptitudes que el sentido común señala en tanto esenciales a la naturaleza de los oriundos. En ambos casos, las relaciones de pertenencia que se establecen (sea por identificación -ego- o por imputación -para alter) deviene en una cuestión simbólica estructuradora de sentido pues, metafóricamente hablando, se asume una alimentación enraizada entre las condiciones del lugar de origen y las cualidades y aptitudes de los sujetos originarios, tal como si estas absorbieran aquellas desde que se nace hasta que se muere. Al menos esto parece ser lo que se encuentra en las estructuras cognitivas de sentido común que se ponen en ejecución.

Todo lo hasta aquí expuesto se cristaliza en la emergencia de un sistema de expectativas mutuas, que es la base de las definiciones de situación de ambos sujetos sociales en interacción. Efectivamente, en tanto sistema de expectativas, en forma dialéctica ego tanto identifica las expectativas propias de forma consciente, así como imputa un otro sistema de expectativas a alter, a la vez que alter, ahora visto como ego, realiza un proceso de construcción similar. Lo importante de este proceso está en función de que a partir de ambos sistemas los actores sociales definen la situación en la que se encuentran uno frente al otro, de tal manera que, ejemplificando con dos casos, si ambos actores construyen sistemas compartidos incluyentes con respecto al otro, podemos hablar de definiciones de situación que difícilmente podrían concluir en circunstancias conflictivas, pues ambos actores “se ven con buenos ojos”. Por el contrario, si ambos sistemas son coincidentes en términos de centrarse en la confrontación de identidades, girando entonces en la lógica de la exclusión mutua, estamos frente a definiciones de situación que posibilitarían tensiones entre ambas subjetividades sociales, generando algún grado de conflicto entre ambos actores. De ser este el caso, el reto del investigador social radica en realizar una reconstrucción del tipo de identidades sociales (constituidas e imputadas) que emergen en momentos específicos, como lo es en la migración de flujos poblacionales desde lugares diferentes hacia un centro poblacional ya establecido, para prever los posibles focos de tensión que puedan presentarse al nivel de las subjetividades dado que, según suponemos, un conflicto alimentado por esta condicionante puede agravar los conflictos que por el uso de recursos se da entre inmigrantes y habitantes originarios de cualquier población cuando no existe una planificación seria del crecimiento urbano de la zona afectada.

 

6. Conclusiones

 

En el presente trabajo hemos pretendido demostrar, a partir de una crítica a algunas corrientes teóricas de la individualidad, la realidad fehaciente de las identidades sociales, recuperando aportes de la sociología fenomenológica y el construccionismo social, pero planteando la tesis de que aunque ellas tienen un componente relacional reflexivo experimentado por los actores sociales, sus formas estructurantes obedecen en mucho a realidades emergentes, y por lo tanto cargados de algún gradiente de incertidumbre en su concreción a pesar de que puedan ser orientadas en términos de una ingeniería social claramente definida, como ha sido el caso en el diseño de las identidades nacionales en el mundo moderno desde el siglo XIX.

Asimismo, hemos expresado que para aprehender tales identidades emergentes, la teoría de las representaciones sociales nos brinda apoyos metodológicos dignos de ser considerados, para lo cual generamos una matriz cognitiva básica que hemos dado en llamar “sistema de representaciones sociales de la identidad”, la cual podemos utilizar en cualquier circunstancia en que nos interese reconstruir las identidades sociales emergentes, sobre todo en contextos en los cuales se presentan interacciones novedosas entre identidades sociales como ocurre en los procesos migratorios que enfrentan poblaciones sometidas a rediseños urbanísticos, hayan sido conscientemente planificados o; por el contrario, dejados al “libre” juego del mercado inmobiliario y que pueden conducir a conflicto al nivel de las subjetividades enfrentadas. Esto nos parece importante porque de no tenerse ello en mente al diseñar espacios de urbanización, siempre se presenta la posibilidad de presenciar conflictos poco salvables entre las poblaciones mencionadas, que conduzcan a situaciones de ingobernabilidad en los lugares afectados, con todos los inconvenientes que afectan tanto a pobladores como a autoridades. Recordemos la máxima de Emilio Durkheim: “saber para prever, prever para actuar”.

 

 

Fuentes citadas

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NOTAS:

* El presente texto forma parte del trabajo de investigación titulado Diagnóstico de posibles focos de conflicto al nivel de la subjetividad en la transición urbana del municipio de Zumpango de Ocampo, Estado de México, registrado ante la Universidad Autónoma del Estado de México con la clave 2941/2010ESP.

[1]    Por el contrario, autores que aun asumiendo la ontología occidental individualista en términos de sentido común han desarrollado propuestas donde abiertamente hablan de “identidades sociales” son Pérez-Agote (1986), Melucci (1991), Touraine (1995) entre otros. Una discusión al respecto sería muy amplia, por lo que solamente aquí enunciamos esto.

[2]    El estudio se titula “La igualdad y la estructura de sentido del mundo social”.

[3]    Nos hacemos eco de la distinción que realiza Dussel entre primera y segunda modernidades; cfr. Dussel, 2005.

[4]    En su ensayo sobre la obra de Shakespeare intitulado Shakespeare. La invención de lo humano, Harold Bloom (2008) afirma lo siguiente (p. 21):

       Antes de Shakespeare, el personaje literario cambia poco; se presenta a las mujeres y a los hombres envejeciendo y muriendo, pero no cambiando porque su relación consigo mismo, más que con los dioses o con Dios (sic), haya cambiado. En Shakespeare, los personajes se desarrollan más que se despliegan, y se desarrollan porque se conciben de nuevo a sí mismos. A veces esto sucede porque se escuchan hablar a sí mismos o mutuamente. Espiarse a sí mismos hablando es su camino real hacia la individuación, y ningún otro escritor, antes o después de Shakespeare, ha logrado tan bien el milagro de crear voces extremadamente diferentes aunque coherentes consigo mismas para sus ciento y pico personajes principales y varios cientos de personajes menores claramente distinguibles (negritas nuestras)

En este párrafo, que es con el cual abre su estudio, Bloom nos presenta un sistema de representaciones sociales que en la actualidad es caro para el ser humano moderno:

persona (personaje) deviene en individuo deviene en ser humano

que como él mismo menciona no existía antes de Shakespeare, pero tampoco fuera del Reino Unido, pues la individuación del ser humano es un problema que atañe a los economistas clásicos escoceses, moralistas filosóficos, como Adam Smith, quienes montan las bases del liberalismo económico en la ontología del individuo. Es decir, se inventa al individuo.

[5]    Hace años en un reportaje de BBC Mundo transmitido por Radio Educación en México (1060 en la aún existente amplitud modulada), una persona entrevistada en la calle definía de esta forma (citamos de memoria): el patriota es el que ama a la patria y el nacionalista es quien odia al extranjero.

[6]    Punto en el cual influyen también otras identidades, pero que en este momento obviamos para no complicar más la explicación.

[7]    Un desarrollo mayor en torno a la distinción ingeniería social y emergencia social se puede revisar en Alvarez Vázquez, 2011.

[8]    Recuperamos las categorías de “corto plazo” y “largo plazo” desarrolladas por Braudel y Wallerstein.

[9]    Incluso para identificar cuando se encuentra experienciando la realidad “real” o la realidad “onírica”. Cfr. Schutz y Luckmann, 2001.

[10]   Las siguientes funciones las retomamos de Abric, 2001: 15-17.

[11]   Dado que es solamente un ejemplo, utilizamos únicamente estos tres casos, sabiendo que existen más.

[12]   Quizá sea más sencillo de entender esto desde la lingüística. En su momento Saussure (1985) nos habló de la relación entre signo y significante, en donde el signo (O) es la representación del significante (la letra “O”), pero según Lyons (1983), esta relación es existente en un contexto (la palabra “Oso”) que es el que permite identificar unívocamente esta relación signo-significante entre varias opciones posibles (el número cero, una rueda, etc.).

[13]   Nos parece muy importante el concepto de “transubjetividad” desarrollado por Jodelet, 2010.

[14]   Aquí consideramos a ego en función del ser particular y/o colectivo que experiencia el mundo desde sí mismo, tal como lo señala la fenomenología, diferenciándose de sujeto en tanto este ha tomado conciencia de su ser-en-el-mundo y desde este punto interpreta y actúa, mientras que el primero actúa básicamente en función del sentido común. Con respecto al individuo, para efectos de este trabajo hemos considerado esta categoría como integrante de la estructura de sentido común que conforma la ontología del ser occidental, lo cual nos parece es una limitante para tratar el problema de las identidades colectivas tal como lo hemos venido desarrollando.

[15]   La dialéctica la entendemos aquí a la manera de Hegel, Marx e, incluso, la Teoría de Sistemas de Luhmann, como proceso mediante el cual un ente (el amo en Hegel, la clase social en Marx y el sistema en Luhmann) desarrolla una identificación consigo mismo a partir de su percepción de sí mismo al mismo tiempo que de “lo otro”, el cual no es como él pero que, por consecuencia,  lo determina en función de las interacciones que entre ambos se establecen.

[16]   En este aspecto confrontar Schutz, s/f.

[17]   Este caso lo trata Michael Ende (1994) en su cuento “La meta de un largo viaje”, al igual que Juan Rulfo en Pedro Páramo.

[18]   La música popular en todo el mundo nos da ejemplos de esto. En México José Angel Espinoza “Ferrusquilla” se encargó de realizar una serie de canciones que “retrataron” (por ello se le llamó “el pintor musical de México”) lugares emblemáticos de las regiones del país, en donde mostró la vinculación del lugar con la “naturaleza” de sus habitantes: los hombres valientes del Estado de Jalisco, por mencionar sólo un ejemplo.

[19]   El caso de los migrantes que al establecerse en un lugar ajeno al de origen reproducen hasta donde sea posible la cotidianidad originaria, desde las formas de organización y la reproducción de la estética aprendida en el lugar de llegada, hasta la de rituales y tradiciones que se asumen irrenunciables.

Author: RUDICS

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